21 septiembre 2007

EL MONTE KINABALU

AM19 (003) era el código que llevaba en la tarjeta de identificación que me permitía la entrada al Parque Nacional Monte Kinabalu, en el Borneo malayo.
Dicho parque recibe tal nombre gracias al majestuoso monte que lo corona, el Kinabalu (“Aki”:antepasados; “Nabalu”:montaña) de 4.095 metros de altitud, lo que le convierte en la cima más alta de todo el Sureste Asiático.
2 fueron los días que tardamos en recorrer los 8 kilómetros y medio que nos separaban de la cima. He de reconocer que la ascensión me resultó dura a pesar de que no era requisito estar en posesión de una magnífica condición fisica.

El sendero comenzó una empinada escalinata formada por raíces de árboles repletos de orquídeas. A medida que avanzábamos e íbamos dejando atrás los carteles que indicaban cada uno de los puntos kilométricos me quedaba cada vez más fascinado contemplando la extraña y densa vegetación. Cuando hacíamos una pausa para tomar un respiro bajaban de los árboles a darnos la bienvenida unas juguetonas y extrañas ardillas que por momentos te hacían olvidarte de la fatiga. En otras ocasiones para hacer la subida más amena, nos desviábamos un poco del camino para observar varios tipos de las 6 especies que hay de plantas carnívoras, algunas de ellas de las más grandes del mundo.

A medida que aumentaba la altitud se podía distinguir como iba variando la vegetación, desde el bosque húmedo hasta rododendros y otras especies de alta montaña, pasando por bosque subtropical. Y por fin, cuando mis piernas no podían más y dejando abajo un mar de nubes, alcanzamos el kilómetro 6,5. Habíamos llegado al Refugio de Laban Rata, a 3.260 metros de altitud, donde al fin podríamos darnos una reparadora ducha de agua caliente y tomar una sopa caliente de noodles.


A las 3:00 de la madrugada sonó el despertador y rápidamente nos pusimos en marcha. Parece extraño, pero a pesar de encontrarnos en un país con clima tropical la temperatura no superaba los 4 ºC, asique enfundado en mi forro polar, mi gorro y mis guantes de lana comenzamos a subir aquella enorme pared de granito que nos separaba de la cima. Sinceramente para mi fue el tramo más divertido. Apenas alcanzaba ver unos pocos metros delante de mi, sólo la distancia que alcanzaba la luz de mi frontal. Guiados por una kilométrica soga blanca para no salirnos de la ruta estuvimos caminando durante 3 horas más. En el kilómetro 7 nos abandonaron un par de compañeros pues empezaron a sentir el conocido “mal de altura”. Yo cada vez estaba más extasiado, ya quedaba menos y a lo lejos las diminutas luces de las linternas de la gente ya no se movían, no avanzaban, habían alcanzado la cima.


En el último kilómetro nos sorprendió un pequeño banco de nubes, lo cual me decepcionó bastante. Me había pegado el madrugón del siglo para llegar justo en el momento del amanecer y me negaba a pensar que el sol no iba a aparecer, que quedaría oculto tras las nubes.
Por fin alcanzamos la cima y el milagro ocurrió. Las nubes comenzaron a apartarse, como si se tratase del telón de una función y los primeros rayos del sol empezaron a asomarse. Fue un momento mágico, la gente gritaba de alegría, juro que me olvidé del frío que allá arriba hacía y mientras tanto era incapaz de apartar la mirada y dejar de contemplar semejante espectáculo. Por mi cuerpo corría una inexplicable sensación de felicidad, me sentí verdaderamente libre….

1 comentario:

Amaury Grapes dijo...

Jo, el viaje tuvo que ser la hostia!! que chulooooo!!!

Un besazo